
La presencia de inteligencia artificial (IA) en la arquitectura ya no es una promesa futurista, sino una realidad concreta que transforma radicalmente la manera de diseñar. En cuestión de segundos, sistemas computacionales son capaces de procesar y validar múltiples variables — formales, programáticas, contextuales, normativas — conduciendo a los arquitectos/as a soluciones altamente optimizadas. Sin embargo, mientras celebramos esta revolución algorítmica, surge una inquietud crítica: ¿puede la inteligencia arquitectónica limitarse a una operación lógica de datos? En respuesta, cobran fuerza enfoques que revalorizan modos de construir basados en la experiencia sensible, en la adaptación al territorio y en la transmisión intergeneracional de conocimiento. En este diálogo entre inteligencias artificiales y ancestrales, emerge una comprensión más profunda. La verdadera inteligencia no reside en las herramientas en sí, sino en la intencionalidad y la sensibilidad con que las utilizamos para responder a las complejidades del contexto.
A lo largo de la historia, la inteligencia arquitectónica siempre ha sido una expresión de la capacidad humana de responder a los desafíos del espacio, del clima, de la cultura y de la funcionalidad. Inicialmente, esta inteligencia se manifestaba de forma intuitiva y empírica, fuertemente arraigada en saberes vernáculos — conocimientos transmitidos de generación en generación, moldeados por la experiencia directa con el ambiente construido. Estructuras eran levantadas con técnicas locales, materiales disponibles y una total comprensión del contexto, revelando una inteligencia práctica, sensible y profundamente adaptativa.
Con el advenimiento de la modernidad y el desarrollo de las ciencias exactas aplicadas a la construcción, la inteligencia arquitectónica comenzó a incorporar métodos más técnicos y racionales, basándose en cálculos, estandarizaciones y normas. El avance de las tecnologías digitales a finales del siglo XX y, más recientemente, el uso creciente de la inteligencia artificial, ampliaron significativamente el repertorio de herramientas disponibles para diseñar. Algoritmos generativos, aprendizaje automático y modelaciones paramétricas no solo aceleran los procesos, sino que también introducen una nueva capa de inteligencia sistémica al proyecto, orientando a los arquitectos/as en la toma de decisiones más eficientes. Como señala Mario Carpo (2017) en The Second Digital Turn, esta automatización no es solo técnica, sino epistemológica: estamos presenciando un cambio en la propia forma de pensar y concebir la arquitectura, en la que la autoría humana se disuelve en procesos estadísticos y computacionales. La IA, en este contexto, se convierte en un agente proyectual, capaz de aprender patrones y proponer soluciones a menudo contraintuitivas para la mirada humana.
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No obstante, a medida que estas tecnologías cobran protagonismo, también crece la revalorización de las inteligencias tradicionales o naturales. Cada vez más, los proyectos contemporáneos reconocen e incorporan las enseñanzas de la naturaleza y los saberes vernáculos. Una aparente contradicción que es, en realidad, síntoma de una tensión que interroga lo que antes se consideraba "inteligente", por su racionalidad y eficiencia técnica, a la luz de la complejidad ecológica, cultural y social de los territorios. En este espectro de complejidades, la inteligencia colectiva de las comunidades también se destaca como una herramienta importante para la toma de decisiones.


Con la informatización y la difusión de internet en la década de 1990, el filósofo Pierre Lévy describió el concepto de inteligencia colectiva como una forma de inteligencia distribuida en todas partes y que moviliza los saberes de todos los individuos, promoviendo así una difusión del conocimiento. En este sentido, toda persona puede contribuir con su conocimiento, dependiendo del contexto, siendo este valioso e importante para el desarrollo de un determinado grupo. Por eso, la inteligencia colectiva tiene como base el reconocimiento y el enriquecimiento mutuo de las personas.
Entendiendo el papel del colectivo en este contexto, el concepto de inteligencia arquitectónica evoluciona, por lo tanto, hacia algo más holístico: no se trata solo de la capacidad de utilizar herramientas específicas, sino de la sensibilidad en articular innovación con tradición, datos con intuición, lo global con lo local, valorando los saberes de cada individuo y región. Esta inflexión nos lleva a repensar la inteligencia arquitectónica como un fenómeno no solo técnico, sino ético y político. Saber proyectar, hoy, es también saber escuchar — escuchar los materiales, los lugares, las comunidades. La inteligencia deja de ser vista como algo que se impone sobre el mundo (a través de reglas o códigos) y pasa a ser entendida como algo que emerge del diálogo con el mundo.
Se trata de una comprensión abarcadora extremadamente necesaria para este momento de cambios climáticos en el que la arquitectura necesita recurrir a todas las formas de inteligencia — natural, artificial, colectiva — para adaptarse. No es casualidad que este sea el tema de la Bienal de Venecia 2025. Con curaduría de Carlo Ratti y bajo el título Intelligens. Natural. Artificial. Collective, la exposición enfatiza la necesidad de que la arquitectura alcance generaciones y disciplinas — desde las ciencias exactas hasta las artes —, y así como afirmó el curador, "convertirse en tan flexible y dinámica como el mundo que estamos proyectando." En este contexto, la Bienal trae inquietudes como la instalación Living Structure, en la sección Natural Intelligence que busca responder qué significa realmente construir con la naturaleza. Un proyecto liderado por grandes nombres, como Kengo Kuma, que explora cómo técnicas japonesas de carpintería, combinadas con IA, pueden transformar madera irregular en material estructural, indicando un futuro que depende tanto de la reverencia a la naturaleza como de la innovación. Así como la sección Collective Intelligence que vuelve a poner la atención en la construcción y el aprendizaje a través de la sabiduría colectiva, abarcando desde las favelas de Río hasta los campos de refugiados de Bangladesh y mercados autogestionados en Nigeria, mostrando ecosistemas urbanos que ofrecen profundas ideas sobre cómo las economías materiales y las redes sociales funcionan conjuntamente.

Estas y otras iniciativas demuestran, por lo tanto, que la inteligencia arquitectónica del siglo XXI parece menos interesada en encontrar "la solución perfecta" y más en construir una red de decisiones sensibles, situadas y colaborativas, menos como un atributo técnico aislado y más como una cualidad relacional — una habilidad de leer el mundo, interpretar múltiples capas de información (tecnológica, cultural, ambiental) y traducir esto en soluciones arquitectónicas coherentes, éticas y sensibles. Es en este equilibrio entre algoritmos y ancestralidad que emerge una forma de diseñar en la cual lo que define la inteligencia no es el medio utilizado, sino la calidad de las decisiones y el impacto generado en la vida de las personas.

Te invitamos a consultar la cobertura completa de ArchDaily sobre la Bienal de Venecia de 2025.
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